Ensayo de Flavia Macías (CONICET/PEHESA, Instituto Ravignani) y Hilda Sabato (CONICET/PEHESA, Instituto Ravignani- UBA).
Resumen
Este ensayo reflexiona sobre los principales puntos hoy en discusión respecto del uso de la fuerza en la vida política de la Argentina del siglo XIX y sus vinculaciones con el problema de la centralización del Estado y la construcción de un “orden” político. En particular, aborda las transformaciones experimentadas por las instituciones militares que canalizaron el poder armado y las concepciones que sustentaron su funcionamiento. El análisis concentra su atención en una de las instituciones clave de la segunda mitad de ese siglo, la Guardia Nacional, que tuvo importante actuación militar y política, estuvo en el centro de los debates y disputas en torno al poder armado y fue expresión de un componente decisivo de la ciudadanía decimonónica, la “ciudadanía en armas”.
Los actuales avances en el estudio de las formas de organización militar y de la ciudadanía armada así como de sus vinculaciones con otros mecanismos de acción política durante el siglo XIX permiten cuestionar las interpretaciones que ponen el acento en el carácter anómalo o residual del uso de la fuerza en la vida política e interrogar la noción de “orden” que éstas asocian estrictamente al monopolio estatal de la fuerza.
Presentación
El uso de la fuerza militar constituyó un mecanismo habitual de la vida política argentina del siglo XIX. Los enfrentamientos armados fueron recurrentes durante las décadas en que se disputaba la reorganización del espacio rioplatense luego de la ruptura del vínculo colonial y siguieron siéndolo una vez que se instituyó formalmente la Argentina como república federal según lo establecido por la constitución nacional de 1853/1860. Las formas que adoptó el despliegue de fuerzas, las instituciones que canalizaron el poder armado y las concepciones que sustentaron su funcionamiento experimentaron, sin embargo, cambios importantes a lo largo del siglo. Nos proponemos aquí reflexionar sobre esas transformaciones para las décadas comprendidas entre el momento de la sanción constitucional y el cambio de siglo. El foco de este ensayo estará puesto en una de las instituciones clave del período, la Guardia Nacional, que estuvo en el centro de las acciones armadas y de las discusiones y disputas en torno al poder militar en esos años. Luego de hacer una breve referencia a los puntos de partida historiográficos, el texto se ordena en torno a cuatro temas principales: la creación de la Guardia Nacional, su instalación como institución que materializaba la ciudadanía en armas y las funciones que cumplió en ese contexto, el papel que tuvo en la vida política del período y las transformaciones que experimentó al calor de los debates que despertó su funcionamiento.
Se trata de una apretada síntesis que intenta presentar los principales puntos hoy en discusión, especialmente aquellos concentrados en el problema de la centralización del Estado y la construcción de un “orden” político. Por lo tanto, este ensayo es deudor de una amplia bibliografía que incluye también nuestros trabajos anteriores sobre los temas señalados. A lo largo del mismo, se propone una agenda de problemas y abordajes pendientes relacionados con el Estado, la política y el uso de la fuerza en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX.
Puntos de partida
La historiografía reciente ha revisado interpretaciones previas muy arraigadas sobre el papel de la violencia en la historia de América Latina, que contrastaban el proceso de formación de los estados nacionales en la región con un modelo ideal progresivo, de gradual concentración del monopolio del uso de la fuerza en manos de una instancia estatal centralizada. De acuerdo con ese patrón de medida, encontraban que la mayor parte de las naciones iberoamericanas no cumplían con los requisitos propios de los estados modernos y veían el uso de la fuerza persistente en la vida política como un rasgo arcaico o residual, que obstaculizaba el camino hacia formas más desarrolladas de organización estatal. En ese marco, tanto los frecuentes levantamientos y rebeliones como la proliferación de fuerzas “irregulares” (montoneras, guerrillas, etc.) o relativamente autónomas de los ejércitos nacionales (como las milicias) eran considerados escollos en el camino del orden.
Esta matriz interpretativa tuvo un impacto decisivo en nuestras historias nacionales e informó –y en parte sigue informando- a la literatura especializada. En la última década, en el contexto de una renovación más general experimentada por la historia política de América Latina, algunos trabajos se han desmarcado de esa influencia para interrogar de manera novedosa la cuestión del uso de la fuerza en la vida política decimonónica. En ese conjunto se destacan en particular los estudios sobre diferentes formas de organización militar, sobre el concepto y la institución de la ciudadanía armada y sobre el lugar de la revolución (o el levantamiento) en los lenguajes y en las prácticas políticas de la época.
En los procesos de construcción de nuevas comunidades políticas que siguió a la ruptura del vínculo colonial, la tradición republicana, en diversas vertientes, ocupó un lugar central. En esa tradición el problema de la defensa de la república frente a los enemigos externos e internos constituía un tópico clave a la hora de la organización institucional y política. La controversia respecto a quiénes debían estar a cargo de esa defensa atraviesa la historia de las repúblicas desde la Antigüedad clásica hasta las más modernas experiencias de los siglos XVIII y XIX. Una convicción arraigada sostenía que sólo los miembros de la comunidad, sus ciudadanos, debían formar las fuerzas armadas, y que recurrir a ejércitos de soldados pagos (“mercenarios”) abría el camino a la pérdida de la libertad y la tiranía. Esta convicción, que se articulaba con un conjunto más amplio de ideales y representaciones republicanas, era discutida por quienes sostenían la mayor eficacia de las fuerzas profesionales frente a las necesidades empíricas de la guerra.
Las nuevas repúblicas hispanoamericanas recurrieron tanto a la ciudadanía armada como a la formación de ejércitos regulares.
La primera se materializó en las milicias, un tipo de organización que reconocía antecedentes coloniales pero que adquirió nuevas valencias en el marco de regímenes fundados sobre el principio de la soberanía popular. Las fuerzas profesionales, por su parte, se reorganizaron y fortalecieron en el contexto de las guerras de independencia, aunque luego tuvieron trayectorias diversas según los casos. En casi todas partes las repúblicas en formación mantuvieron durante largos períodos una coexistencia de milicias y ejércitos que respondían a diferentes principios de organización militar así como –con frecuencia- a distintos mandos. Al mismo tiempo, existieron fuerzas informales que actuaron con relativa autonomía de las estructuras más formales a la vez que establecieron con ellas diferentes tipos de articulaciones y vínculos. La construcción estatal se dio, por lo tanto, en el marco de estas opciones y tradiciones.
Los estudios referidos a la Argentina se inscriben en esta renovación problemática y han generado un corpus importante de trabajos que están en la base de estas reflexiones. Los realizados para la primera mitad del siglo referidos al uso de la fuerza militar en la vida política constituyen un punto de partida insoslayable a la hora de preguntarse por las herencias y las innovaciones a partir del reordenamiento impuesto por la constitución. Hacia 1850 la naturaleza confederada del armado institucional rioplatense implicaba que no había una organización militar centralizada. Cada provincia tenía sus propias instituciones en la materia, lo que no impidió que se establecieran entre los diferentes ejércitos relaciones desiguales de hecho que llevaron al predominio de la estructura militar de Buenos Aires sobre casi todas las demás provincias. Por otra parte, compartían algunas tradiciones en cuanto a las características de sus fuerzas formales, integradas sobre todo por milicias y en menor medida por profesionales. En todo caso el principio de la ciudadanía armada había afirmado su vigencia luego de los años en que las necesidades de las guerras de independencia habían llevado a privilegiar los cuerpos veteranos por sobre las menos eficientes tropas milicianas. Ese principio se mantuvo después de 1853, en un contexto de cambios en las formas de organización de las fuerzas y de disputas en torno a quiénes habrían de controlar el poder militar en la república.
Un ejército nacional
La decisión plasmada en la Constitución de 1853 de constituir una república federal imprimió un cambio radical en la estructura hasta entonces confederada de las provincias argentinas, pues creaba un poder nacional al cual aquellas debían ceder cuotas de soberanía a la vez que conservarían “todo el poder no delegado […] al gobierno federal” (art. 104). No hubo fáciles acuerdos respecto a esta cuestión, que se manifestó en diferentes maneras de entender cuánto poder debía concentrar el Estado nacional y cuánto quedaría en manos de los estados provinciales. Desde el momento mismo de la asunción del primer gobierno nacional, las dificultades principales se plantearon en dos áreas: la fiscal y la militar, terrenos en los que aquellos habían operado hasta entonces de manera autónoma pero debían ahora subordinarse a una entidad central apenas existente en los papeles.
La organización militar era clave para conseguir el ordenamiento interno de la república y así lo entendió el flamante presidente Urquiza. A poco de asumir, impulsó una importante reforma destinada a dotar al país de una fuerza armada nacional que estaría bajo el comando del propio presidente. Para hacerlo, siguió el modelo predominante según el cual el aparato militar articuló fuerzas profesionales y de ciudadanos. Así, el nuevo ejército nacional incluyó el Ejército de línea, que tenía carácter profesional y estaba compuesto por oficiales de carrera y soldados pagos, “enganchados” por propia voluntad o reclutados por la fuerza, y la Guardia Nacional, integrada por todos los ciudadanos. La creación de esta última imprimió un carácter nacional a una institución –la milicia– que hasta entonces había sido netamente local, y si bien las milicias provinciales no desaparecieron, pasaron a ocupar un rol cada vez menor en el entramado militar.
La intención de construir un ejército que respondiera al comando nacional se topó, sin embargo, con un escollo principal: la tradicional autonomía militar de las provincias. Buena parte de las fuerzas armadas estaban insertas en las tramas del poder local y eran reticentes a subordinarse a la autoridad central. En ese sentido, la creación de la Guardia Nacional dificultó aún más el proceso. Si bien por ley constituía una reserva nacional del Ejército de línea y dependía del mismo comando supremo, heredó muchas de las características localistas de las milicias y su organización quedó formalmente en manos de las provincias. En consecuencia, y mientras a través de medidas como la fundación de nuevos regimientos con dependencia nacional Urquiza buscó crear un ejército que trascendiera el nivel local, con la instauración de la Guardia favoreció de hecho la descentralización del control militar.
En las décadas siguientes y hasta finales de siglo las controversias y disputas en torno al poder armado estuvieron en el centro de la vida política argentina. Para entonces el estado nacional contaba con un ejército relativamente subordinado a un comando único, pero ese punto de llegada no había resultado de un camino gradual de consolidación estatal sino de un proceso sinuoso y muy conflictivo en el que colisionaron diferentes formas de entender y practicar el uso de la fuerza así como de concebir el poder del estado. La tensión entre propuestas de fuerte centralización y otras que se inclinaban por dar mayor autonomía a las provincias atravesó todo el período. La institución de la Guardia Nacional estuvo en el centro de esos combates simbólicos y materiales, como se verá a continuación.
La ciudadanía en armas
La Guardia Nacional se edificó sobre la base de un imaginario cívico-patriótico plasmado en la figura del ciudadano en armas ya presente en las milicias. El patriotismo era entendido como cualidad y como virtud, materializadas en la defensa armada de la patria frente a cualquier agente que pusiese en peligro “su felicidad y seguridad”. El artículo 21 de la Constitución estableció así la obligación ciudadana de “armarse en defensa de la Patria y de esta Constitución”, esto es, de la nación pero también de la república y sus leyes.
Estos principios y valores se proyectaron al decreto fundacional de la Guardia y se difundieron ampliamente a través de rituales, actos conmemorativos y discursos a lo largo de toda la geografía nacional.
La imagen ideal del ciudadano armado articulaba el perfil del individuo trabajador y educado con el del activo partícipe de la vida pública y el patriota comprometido con la defensa de la república. Por lo tanto, estar enrolado no conllevaba un servicio permanente sino la obligación de todo ciudadano de estar dispuesto y preparado para empuñar las armas cuando fuera convocado por las autoridades pertinentes. En función de ello debía participar de los “ejercicios doctrinales”, que consistían en reuniones de periodicidad variable citadas públicamente mediante decretos gubernamentales para el entrenamiento armado de los ciudadanos.
Si bien el principio de que “todo ciudadano es guardia nacional” se manifestó como una condición inherente a todos los hombres adultos sin distinciones sociales, en el seno de esta institución se plantearon excepciones y también jerarquías. Por una parte, no todos los ciudadanos respondían al servicio activo, más allá de estar enrolados en la Guardia. Se exceptuaba a quienes detentaran cargos políticos y judiciales, directores de escuela y rectores de universidades, administrativos de gobierno, médicos y practicantes, boticarios, y al hijo único de madre viuda, entre otros. A su vez, aquellos en servicio activo gozaban de la posibilidad de pagar a un personero para que cumpliese con el servicio. Más allá de estas diferencias, todos los ciudadanos se enrolaban en la Guardia Nacional con el goce pleno de sus derechos civiles y políticos.
Por otra parte, la institución tenía jerarquías internas formales e informales. Como cuerpo militarizado contaba con una estructura de mandos establecida. Al mismo tiempo, y a diferencia del Ejército de línea, la elección de los altos escalafones correspondía en teoría a los propios guardias nacionales y el del jefe principal de cada cuerpo, al gobernador. Según el decreto fundacional, todo guardia nacional era elector y también elegible, mientras que la elección debía llevarse a cabo de manera secreta mediante boletas depositadas en urnas. Sabemos poco acerca de los procedimientos concretos de selección de este período y no son muchas las evidencias de que se instrumentara efectivamente la vía electoral. Con frecuencia era el gobernador quien disponía quiénes ocuparían los rangos más altos, en principio con la anuencia del Poder Ejecutivo Nacional. Dado el prestigio y las cuotas de poder que esos cargos conllevaban, en su mayoría quedaban reservados para aquellos con experiencia militar o con fuertes conexiones con el poder político.
Algunos estudios sobre la organización y funcionamiento de la Guardia en diferentes provincias dejan entrever la importancia de las jefaturas y de los liderazgos intermedios en el entramado de esta fuerza ciudadana tanto en el plano del funcionamiento interno como en el de sus conexiones con la esfera política en sentido amplio. El papel de los jefes en el liderazgo de los hombres bajo su mando constituye una cuestión poco explorada si bien es decisiva para dar cuenta, por un lado, de la trama de relaciones que se establecían entre los de arriba y los de abajo en el marco de los batallones de la Guardia Nacional; por otro, para comprender los alcances del poder de los jefes y las formas de negociar el servicio y la subordinación de los ciudadanos de tropa.
La composición y el funcionamiento de la Guardia contrastaban notablemente con los del Ejército de línea. Estas instituciones representaban dos maneras distintas de concebir la fuerza militar, lo que se manifestaba en quiénes eran sus integrantes. El ejército estaba compuesto por soldados que se asimilaban al enganchado, al “mercenario” o bien al “vago y mal entretenido” castigado con el servicio. A pesar de estas diferencias, la Guardia era una fuerza de reserva del Ejército y como tal fue llamada a cumplir no sólo las funciones que le eran propias sino también a asumir otras inherentes a la instancia profesional. Así, la institución participó activamente de todos los frentes de confrontación militar del período: en las operaciones en la llamada “frontera” con las sociedades indígenas, en la guerra contra el Paraguay y en la resolución de los conflictos internos. En el primer caso, las fricciones y los reclamos desde las provincias emergieron con fuerza, ya que la conscripción ciudadana presionaba sobre los recursos humanos locales mientras que, en el servicio de frontera, las diferencias entre ambas fuerzas se tornaban casi imperceptibles. Los contingentes de guardias acudían constantemente al auxilio del Ejército de línea escaso en efectivos, llegándose al extremo de enviar ciudadanos comprendidos entre las excepciones del servicio activo. En estas instancias, los castigos, penurias y carencias fueron iguales para todos (soldados y ciudadanos).
Desde la prensa como desde el propio parlamento se desarrollaron arduos debates que en definitiva demandaban el reemplazo de la Guardia en el servicio de frontera. Al mismo tiempo, en la frontera la Guardia Nacional (y el propio Ejército de línea) funcionaron como herramientas de negociación con las sociedades indígenas. La integración de caciques en las jefaturas militares o de contingentes de lanceros en sus batallones fueron cuestiones incorporadas con frecuencia en las tratativas entre el gobierno nacional y los líderes de los diferentes grupos de “indios amigos”. Los alcances de este tipo de incorporación así como su significación material y simbólica no han sido aún abordados en profundidad, aunque recientes estudios están arrojando nueva luz sobre la dinámica social, política y militar de la frontera.
En cuanto a la guerra contra Paraguay, la movilización de la Guardia fue generalizada. Dados los escasos efectivos con que contaba el Ejército de línea, se ordenó el reclutamiento masivo. Las reacciones iniciales en Buenos Aires fueron de entusiasmo bélico y hubo una andanada de alistamientos voluntarios muy aclamados por los partidarios de la guerra. Pero a poco de andar, en la mayor parte del país y más allá de los intentos de algunos gobernadores por cumplir con el llamado a las armas, se produjeron resistencias activas a la leva, que fueron desde la evasión al motín y que culminaron con una gran rebelión en Cuyo y el Noroeste, en la cual los reclamos contra el reclutamiento se fusionaron con reivindicaciones de más largo plazo. Las fuerzas rebeldes fueron críticamente designadas como “Montoneras” pero tanto sus jefes como sus formas de organización provenían de la Guardia Nacional. Al mismo tiempo, entre quienes las reprimieron también había guardias, pues tanto en el frente paraguayo como en el interno la institución cumplió un papel fundamental a la par del Ejército de línea y sin que, en este caso, ambas fuerzas se distinguieran demasiado.
Por último, el papel de la Guardia Nacional en los conflictos internos se vincula con un tema que merece un análisis específico, el del papel que cumplió en la vida política del período.
La Guardia Nacional y la política
Así como la Guardia Nacional tuvo un rol protagónico en la guerra internacional y en los conflictos de frontera, su función en la política interna provincial y nacional no fue menos importante. Como institución integrada por ciudadanos, su papel fue decisivo en dos instancias clave del ejercicio de la soberanía popular en una república representativa. Por una parte, se vinculaba con el proceso electoral, en la medida en que sus integrantes eran precisamente quienes tenían el derecho de sufragio. Por la otra, los mismos ciudadanos tenían el deber de ejercer control sobre los representantes elegidos y de resistir cualquier despotismo. En la práctica estas funciones se potenciaron en la medida en que la Guardia intervino activamente en las lides electorales y también lo hizo en las frecuentes confrontaciones armadas que eran parte de la vida política decimonónica.
Ciudadano elector y ciudadano en armas eran dos caras de la misma figura. Esta asociación tuvo expresión material en la disposición que rigió hasta 1877 por la cual para poder ejercer el derecho a voto era requisito estar enrolado y portar el día de la elección la correspondiente papeleta que lo certificara. Se estableció así una relación formal directa entre el guardia nacional y el votante, que contribuyó a que esta institución cumpliera un rol activo en las elecciones. El requisito de la papeleta de enrolamiento daba a los comandantes (quienes las confeccionaban y mantenían en su poder hasta el día de la elección) el poder de controlar, falsificar y suprimir boletas, lo que los convertía en personajes clave de la lid electoral. Asimismo, los batallones de la Guardia constituían redes jerárquicamente estructuradas de ciudadanos que podían intervenir en los comicios, cuando –como sabemos- los votantes en general participaban encuadrados en grupos previamente organizados. El hecho de que contaran con armas los favorecía en un contexto en que la violencia formaba parte del despliegue habitual de las jornadas electorales.
En general, los comandantes y otros jefes integraban los planteles de las dirigencias partidarias o tenían estrechas conexiones con éstas y, en ese contexto, los batallones constituían importantes espacios de articulación política. Por ello, los gobiernos de turno y los diferentes grupos en competencia se disputaban su adhesión y control. En este marco, las denuncias frente a los “abusos” oficiales fueron constantes. Se aludía al encarcelamiento de miembros de clubes opositores, a la destitución de jefaturas opuestas y a la presión ejercida sobre los jefes de la Guardia Nacional para trabajar por la candidatura oficial.
En el apartado anterior referimos al enrolamiento y a la toma de las armas como un “deber” y un compromiso moral de los ciudadanos con su patria. La Constitución así como los principios fundamentales de la Guardia Nacional permitieron a los ciudadanos entender también a este deber como un “derecho”. El acto de empuñar las armas frente a un gobierno considerado “despótico” o bien en el marco de un proceso electoral comprendido como “fraudulento” se asumió también como un acto patriótico. La justificación de este tipo de levantamientos apeló a viejas tradiciones coloniales reformuladas a la luz de los nuevos lenguajes políticos en circulación. Estos principios fueron el fundamento de las revoluciones que tuvieron lugar en estas décadas.
La descentralización del poder militar y sobre todo, de la Guardia Nacional –en buena medida dependiente de los gobiernos provinciales- fragmentó el control de la fuerza y puso en manos de los gobernadores y de las dirigencias locales un formidable instrumento de poder. La disponibilidad de medios armados facilitó la acción de quienes tenían acceso a esos recursos e, invocando la resistencia al despotismo, se levantaron para impugnar y destituir un gobierno, cuestionar un resultado electoral o favorecer a un grupo sobre otros en las contiendas políticas. Algunos de esos hechos alcanzaron envergadura nacional, como la revolución de 1874 y los sucesivos levantamientos que tuvieron lugar en torno de 1880 y que culminaron en la derrotada revolución porteña de ese año. La Guardia tuvo activa participación en la mayor parte de estos hechos, pero si por una parte fueron batallones de esa institución los que protagonizaron las rebeliones, por otra parte la represión requirió también de su concurso. Así, por ejemplo, cuando la Guardia de Buenos Aires protagonizó el levantamiento del 80, el gobierno nacional recurrió no sólo al Ejército de línea que para entonces estaba de su lado sino también a batallones de provincias cuyos gobernadores apoyaban al presidente en esta lucha.
La institución en debate
Durante el último tercio del siglo XIX el funcionamiento de la Guardia Nacional y la institución misma concitaron debates que ponen en evidencia diferentes maneras de concebir el Estado, la ciudadanía y el uso de la fuerza. Las tensiones entre estas concepciones estuvieron presentes desde los inicios de la organización nacional pero fue a partir de la presidencia de Sarmiento cuando adquirieron mayor presencia tanto en la prensa como en el Congreso y las legislaturas. Los principales temas de discusión giraron en torno de la directa relación entre las fuerzas armadas y las elecciones, las incumbencias militares provinciales y nacionales, y la conscripción ciudadana. Las dos últimas cuestiones estuvieron atravesadas por otro debate de central importancia: la capacidad de los ciudadanos de portar y empuñar armas en coyunturas políticas determinadas.
Con respecto al involucramiento electoral, Sarmiento promovió reformas importantes referidas a la relación de la Guardia y el Ejército de línea con la política. Este último fue ubicado rápidamente en los límites de la vida electoral y pública. Sarmiento, partidario de la formación de un ejército profesional y subordinado al poder central propuso en 1873 analizar los comportamientos de los jefes militares en relación con la acción política, profundizar los castigos para aquellos que hacían uso de su rango con fines partidarios y catalogar a estos delitos como delitos civiles. A su vez, en los debates previos a la reforma electoral de 1877 se expuso la gravedad atribuida a este tipo de comportamientos ejercidos por jefes militares y se explicó que el uso político de su cargo implicaba una doble falta: por un lado, “se violaban los deberes del jefe militar como tal”; por otro, “se atentaba contra las libertades públicas”. Para la tropa, los límites en el terreno electoral fueron explicitados desde un principio: soldados, cabos y sargentos en servicio no podían votar.
La relación entre la Guardia Nacional y las elecciones constituyó, por su parte, un motivo central de debate público durante la década de 1870. En las sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación del año 1873 dedicadas a la reforma de la ley nacional de elecciones uno de los principales puntos en discusión fue el requisito de estar enrolado en la Guardia para poder votar. Quienes defendían una directa vinculación entre el deber de enrolamiento y el derecho a voto consideraban que el servicio de armas y el ejercicio del sufragio eran dos componentes inherentes e indisociables de la ciudadanía, a la vez que planteaban una relación directa entre deberes y derechos ciudadanos. Desde el campo opuesto se sostenía que esa exigencia constituía un obstáculo para el votante y una herramienta de manipulación electoral que promovía prácticas corruptas. Ambas posturas manifiestan la tensión entre dos maneras de comprender a la ciudadanía: por una parte, aquella que consideraba el enrolamiento como un componente casi natural y necesario de la misma, cuya ausencia se asociaba a la carencia de una virtud -el patriotismo- y ponía en cuestión la vigencia de derechos ciudadanos, en particular el de sufragio. Por otra parte, estaban aquellos que concebían al ciudadano como el votante cuyo compromiso patriótico, el de enrolarse en la Guardia, constituía un deber inherente a la esfera militar que nada tenía que ver con el ejercicio de un derecho, el del sufragio.
Si bien la reforma de 1873 mantuvo el requisito de estar enrolado en la Guardia para poder votar, la de 1877 marcó un decisivo cambio: se eliminó el mencionado requerimiento. En contraste con el año ‘73, los debates previos a la reforma de 1877 sobre este tema fueron poco abundantes y la discusión no tomó mucho tiempo ni ocupó muchas páginas. Para lograr explicar este cambio resta aún averiguar qué lugar se dio al debate en la opinión pública, cuál fue el clima de ideas que amparó y legitimó este cambio y las negociaciones que se pusieron al servicio de la eliminación de un requisito que había nacido con la Guardia Nacional.
A partir de aquí la presencia de la Guardia fue formalmente limitada en la vida electoral tanto por la anulación del referido requisito como por la explícita prohibición de que los guardias nacionales movilizados pudiesen votar. En consonancia con estas resoluciones, los Departamentos de Policía de las provincias se burocratizaron y adquirieron fuerte presencia en la administración y mantenimiento del orden público, desplazando a la Guardia Nacional de estas funciones. Por otra parte, el enrolamiento en la Guardia pasó a ser una tarea que formalmente desempeñaron comisiones de civiles citadas para tal fin y dejó de estar en manos de los jefes militares. Estos cambios no desterraron muchas de las prácticas previas, pero constituyen una manifestación de las fuertes tensiones vigentes en cuanto a la organización, el funcionamiento y el uso de la fuerza pública.
El tema de las incumbencias militares de la provincia y de la nación así como el del deber/derecho ciudadano de portar y empuñar las armas “para la defensa de la república y sus leyes” ocuparon también un lugar en el debate público, como lo demuestran las investigaciones centradas en los procesos revolucionarios ocurridos a fines de los ‘70 y como consecuencia de la candidatura de Roca. En el contexto de la disputa política por la sucesión presidencial de 1880 la convocatoria a la Guardia por parte del gobernador porteño y candidato a presidente Carlos Tejedor en nombre de la resistencia a la imposición de un candidato oficial, Julio Roca, desató la discusión en torno a la potestad de las provincias y de la nación respecto de la movilización de esa fuerza y puso sobre el tapete la cuestión de la fragmentación del poder militar. Los partidarios de la centralización estatal defendían el control del uso de la fuerza por parte del gobierno nacional y en ese sentido entendían que la Guardia debía subordinarse efectivamente al Ejército de línea. Por su parte, la autonomía de las provincias en relación con la Guardia era la bandera de un importante sector de la dirigencia porteña, que incluía a los rebeldes con Tejedor a la cabeza pero también a varias figuras que, como Leandro Alem, se habían mantenido fieles al gobierno nacional. Defendían un modelo menos vertical y más fragmentado en el que el manejo de la fuerza era compartido entre el gobierno nacional y las provincias. Las similitudes con el caso norteamericano, el principio de la ciudadanía en armas y la tradición miliciana provincial/confederacional de la Argentina de la primera mitad del siglo XIX fueron los principales argumentos invocados para sustentar sus posiciones. Alem se distinguió de Tejedor al introducir una cuestión adicional: en contraposición al tradicional poder que habían ejercido los ejecutivos provinciales en relación con el manejo de la milicia sostuvo la potestad de la Legislatura -“donde reside y está siempre presente la soberanía del pueblo”- como institución que debía autorizar la movilización que luego sería ejecutada por el gobernador.
El enfrentamiento de centralistas y autonomistas en materia militar terminó de resolverse en el terreno de las armas y allí se impusieron el Poder Ejecutivo Nacional y el Ejército de línea. Una de las primeras medidas que tomó el Congreso a instancias del flamante presidente Roca fue dictar una ley que prohibía a las provincias convocar fuerzas militares “bajo cualquier denominación que sea”, lo que incluía, por supuesto, a la Guardia Nacional. Así, la soltura con la que los gobernadores habían actuado en el terreno militar se vio limitada y ceñida a las decisiones del PEN. Sin embargo, la participación de la Guardia y de regimientos del Ejército de línea en los conflictos provincia-nación y de índole local siguió siendo un recurso utilizado por fracciones partidarias y gobiernos provinciales. Así, por ejemplo, en 1887 estalló en Tucumán una revolución liderada por la Guardia Nacional en la que los ciudadanos en armas rechazaron la agresión del ejército de línea movilizado por el poder ejecutivo nacional para intervenir la provincia y defendieron la gestión local. Esta y otras acciones locales muestran que el resonante triunfo del Ejército Nacional y sus tropas de línea en 1880 no terminó con la tradición militar materializada en las milicias, proyectada en la Guardia Nacional y consolidada en la figura del ciudadano en armas.
La proyección del mecanismo revolucionario a la última década del siglo XIX demuestra la persistencia del principio de la ciudadanía en armas. En 1890 estalló una revolución en Buenos Aires y tres años más tarde tuvo lugar el ciclo de las revoluciones radicales en varios lugares del país, con sus correspondientes reivindicaciones republicanas y constitucionales. Estas situaciones fueron controladas por el Ejecutivo Nacional pero significaron un duro golpe a la aspiración de orden enunciada por los gobiernos del Partido Autonomista Nacional. Los referidos levantamientos armados, el posible conflicto con Chile y el horizonte militar prusiano dieron cada vez más fuerza a las posturas que desde tiempo atrás argumentaban a favor de un ejército profesional, eficaz, escindido de la vida política y acompañado por una ciudadanía fuertemente entrenada en el terreno de las armas. Durante la década de 1890 estas cuestiones fueron motivo de análisis y debate en el parlamento y entre la opinión pública, polarizadas en torno a dos opciones: por un lado, la coexistencia de un Ejército de línea pequeño y profesional respaldado por una Guardia Nacional integrada por ciudadanos y subordinada al poder central; y, por otro, un ejército centralizado, de organización permanente y respaldado por la conscripción obligatoria de todos los ciudadanos. Si bien la exploración de estos debates en profundidad es parte de una agenda pendiente, estudios recientes sugieren que ellos constituyeron un antecedente fundamental de la discusión que precedió a la aprobación de la ley Ricchieri de 1901. Esta normativa sancionó el fin de la tradición republicana-militar, afianzó el ejército regular y profesional bajo control del estado e impuso la conscripción obligatoria de todos los ciudadanos mayores de edad.
Epílogo
La Guardia Nacional fue una institución que ocupó un lugar importante en la organización militar y en la vida política de la segunda mitad del siglo XIX. Su creación reformuló el papel de los ciudadanos en la defensa de la república, pues a la vez que recuperó la tradición miliciana anterior, le dio un carácter nacional y dependiente del gobierno central. Desde entonces, la Guardia materializó el principio de la ciudadanía en armas, pilar de las concepciones y las prácticas republicanas. Al mismo tiempo, una vez en funcionamiento, la capacidad de control y movilización de esa fuerza estuvo de hecho en manos de los gobiernos provinciales, que sostuvieron su autonomía en esa materia y defendieron una concepción descentralizada del poder armado. Las características y la dinámica de la Guardia, así como su rol político y militar, fueron materia de controversias doctrinarias y fuente de conflictos políticos durante todo el período, en los cuales se desplegaron diferentes maneras de concebir la defensa de la república, el ejercicio de la ciudadanía y los rasgos que debía tener el propio estado.
Estas diferencias eran parte de una disputa más amplia que refería a cómo se entendía y se pretendía imponer un “orden” político. La Guardia Nacional pertenecía a un conjunto de instituciones y de prácticas que alimentaron la agitación política y la inestabilidad inherentes al funcionamiento republicano de las primeras décadas después de Caseros. A partir de los años ‘70 y con más fuerza hacia finales del siglo, surgieron y se fueron imponiendo nuevas versiones del “orden” republicano que apuntaron hacia la centralización de la autoridad en un estado fuerte -que incluyera el monopolio de la violencia-, al disciplinamiento de la vida política y a la redefinición de la ciudadanía según nuevos criterios. En ese marco, se cuestionó fuertemente la tradición militar anterior y, poco después de 1900, se impuso un nuevo tipo de ejército profesional que descartaba la herencia cívico-militar de la cual formaba parte la Guardia Nacional.
Flavia Macías
Doctora en Historia por la Universidad Nacional de La Plata y Magister en Historia Iberoamericana por el CSIC-Madrid y la Universidad Complutense de Madrid. Investigadora del CONICET en el Programa PEHESA del Instituto Ravignani. Se especializa en temas de historia política del norte argentino en el siglo XIX, vinculados con la construcción republicana, abordados desde una óptica militar. Algunos artículos recientes: “Guerra de independencia y reordenamiento social. La militarización en el norte argentino (primera mitad del siglo XIX)” (Iberoamericana, 2010, en colaboración con Paula Parolo); “Poder Ejecutivo, militarización y organización del Estado Provincial. Tucumán en los inicios de la Confederación rosista” (Boletín del Ravignani, 2010); “Entre la organización nacional, la política y las revoluciones: las fuerzas militares durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874)” (Irurozqui y Galante, Polifemo-GEA, Madrid, 2011); “Un hacendado, un cura y un comandante: entramados de una conspiración fallida. Tucumán, 1858” (AEA, 2012 – en colaboración con María José Navajas). Forma parte de diferentes proyectos de investigación con sede en Argentina y en España.
Hilda Sabato
Historiadora, profesora titular de la UBA e investigadora principal del CONICET en el Programa PEHESA del Instituto Ravignani. Es vicepresidente del Comité Internacional de Ciencias Históricas y miembro de la Asociación Argentina de Investigadores en Historia (AsAIH). Trabaja en temas de la historia política y social argentina y latinoamericana del siglo XIX y participa de los debates contemporáneos sobre el pasado, la memoria y la historia. Entre sus libros se cuentan Historia de la Argentina, 1852-1890 (2012); Buenos Aires en armas. La revolución de 1880 (2008); Pueblo y política. La construcción de la república (2005 y 2010; en portugués, 2012); y La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires 1862-1880 (1998 y 2004; en inglés, 2001); Los trabajadores de Buenos Aires: la experiencia del mercado, 1850-1880 (con L. A. Romero, 1992); Capitalismo y ganadería en Buenos Aires: la fiebre del lanar, 1850-1880 (1989; en inglés, 1990) y, como compiladora, Ciudadanía política y formación de naciones. Perspectivas históricas de América Latina (1999) y La vida política. Armas, votos y voces en la Argentina del siglo XIX (en colaboración, 2003).
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