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El final de la aventura de Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón

Después de diez años de arduo trabajo de excavación y documentación, en 1932 el arqueólogo británico dio por finalizados los trabajos en la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes. Falto de reconocimiento en su país, el autor de uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes de la historia murió en 1939. Howard Carter sería enterrado en una sencilla tumba en un cementerio londinense, y a su funeral solo acudieron cinco personas.

Luxor, finales de 1927. Tras haber extraído de la tumba de Tutankamón los 5.398 objetos que fueron depositados en su interior para acompañar al faraón en su viaje al más allá, Howard Carter respiró aliviado. El arqueólogo y su equipo pudieron entonces dedicarse a conservar y fotografiar una a una todas las maravillosas piezas que habían sido rescatadas de su sueño milenario, todas ellas de un valor incalculable.

La campaña 1927-1928 resultó, así, bastante tranquila, aunque la siguiente, que abarcó los años 1928-1929, fue por el contrario bastante accidentada. Uno de los más estrechos colaboradores de Carter, el conservador jefe Alfred Lucas, contrajo fiebre paratifoidea y el fotógrafo de la expedición, Harry Burton, a quien debemos las maravillosas imágenes del trabajo en la tumba, el dengue. Carter por su parte pilló un fortísimo resfriado. Afortunadamente todos lograron recuperarse y continuar con su trabajo el resto de la temporada.

Problemas para Carter

Pero durante la siguiente campaña de excavaciones, que tuvo lugar entre los años 1929 y 1930, el carácter hosco de Carter se acentuó debido a ciertos problemas burocráticos con las autoridades egipcias. En realidad, el trabajo en el interior de la tumba estaba prácticamente finalizado y la viuda de lord Carnarvon, lady Almina renunció a su concesión. Así, a partir de 1930, los costes de exploración los sufragaría el Gobierno egipcio y sería el Servicio de Antigüedades el encargado de supervisar lo que quedaba por hacer. Además, le negaron a Carter el acceso a la tumba, lo que provocó la ira del arqueólogo. Tan enfadado estaba que reclamó como propiedad de lady Almina las puertas de acero, las cerraduras y las llaves de la tumba, puesto que, argumentó, las había pagado lord Carnarvon.

En todo caso, Carter consiguió alguna compensación económica para la familia y herederos de su amigo y mecenas fallecido. En 1930, el Estado egipcio consintió en pagar más de 35.000 libras esterlinas a lady Almina en concepto de reembolso por los gastos que había supuesto todo el proyecto de excavación. En cuanto a Carter, finalmente se le permitió acabar su trabajo, pero las llaves de la tumba las conservaría un inspector local del Servicio de Antigüedades que llegaría al Valle de los Reyes cada día para abrir y cerrar las puertas.

Tras todos estos inconvenientes, la última campaña dio comienzo en octubre de 1930. Y, como se había pactado, Carter estuvo todo el tiempo bajo la supervisión del inspector del Servicio de Antigüedades. El oficial vigilaba constantemente al iracundo arqueólogo, tanto cuando trabajaba en el interior de la tumba como en el laboratorio de la expedición, instalado en la tumba de Seti II.

Finalmente, y a pesar de las dificultades añadidas, la última pieza de las capillas funerarias que habían ocultado el sarcófago de Tutankamón se extrajo de la tumba en noviembre de 1930, aunque el trabajo de conservación dirigido por Alfred Lucas duraría todavía un año más. Los trabajos se dieron por finalizados en febrero de 1932, casi diez años después del descubrimiento, cuando se envió la última caja al Museo Egipcio de El Cairo.

Falta de reconocimiento

Por fin Carter había acabado la tarea de su vida. Ahora podría dedicarse a la publicación académica de su trabajo. Pero el arqueólogo nunca terminaría la publicación de la excavación completa de la tumba de Tutankamón. Tan solo llegó a publicar los tres volúmenes que vieron la luz durante las excavaciones.

Pero a pesar de haber hecho el descubrimiento arqueológico más importante de todos los tiempos y de haber realizado un excelente trabajo de excavación y documentación, pioneros para su época, Carter nunca recibió ningún reconocimiento oficial. Grandes arqueólogos compatriotas suyos como sir William Flinders Petrie, Leonard Woolley, Max Mallowan o Alan Gardiner fueron nombrados caballeros y recibieron honores públicos, cosa que, sin embargo, nunca ocurrió con Carter. ¿Por qué? Tal vez la falta de una institución que lo patrocinase, su falta de formación académica y posiblemente su baja extracción social contribuyeron a ello. Y muy posiblemente también su difícil carácter.

La falta de reconocimiento en su país natal no significó, sin embargo, que Howard Carter no recibiese los parabienes y honores de algunas de las más prestigiosas instituciones extranjeras. Por ejemplo, en 1924 recibió un doctorado honoris causa de la Universidad de Yale y fue nombrado miembro de la Real Academia de Historia de Madrid. En 1926 fue condecorado por el rey Fuad I de Egipto, y en 1932 por el rey de Bélgica Leopoldo III.

La tumba olvidada

Durante sus últimos años, Carter dividió su tiempo entre Londres y Luxor, además de dar conferencias y pasar su tiempo con amigos y familiares. A mediados de la década de 1930, su salud empezó a deteriorarse gravemente tras contraer un linfoma de Hodgkin, un cáncer del tejido linfático que acabó con su vida el 2 de marzo de 1939. El famoso arqueólogo terminó sus días en la más absoluta soledad y fue enterrado en el cementerio londinense de Putney Vale en una sencilla ceremonia a la que acudieron solo cinco personas (entre ellas lady Evelyn Herbert, la hija de lord Carnarvon, que había acompañado a su padre en esta maravillosa aventura). En la lápida podía leerse. “Howard Carter, arqueólogo y egiptólogo, 1874-1939”. Nada más pareció merecer en aquel momento el famoso descubridor de la tumba de Tutankamón.

La tumba de Carter prácticamente cayó en el olvido hasta 1991, cuando el arqueólogo Paul Bahn acudió a presentarle sus respetos. Vio con consternación que la piedra de la lápida estaba rota y la tumba totalmente abandonada. Bahn escribió entonces un artículo en la revista estadounidense Archaeology haciéndose eco de esta falta de mantenimiento, y los lectores norteamericanos, conmovidos, empezaron a mandar cheques para reparar la sepultura del olvidado arqueólogo.

“Que tu espíritu viva”

Cuando la historia llegó a oídos británicos (curiosamente The Times, el mismo periódico con el que lord Carnarvon pactó la exclusiva de las noticias del descubrimiento, la hizo circular), el Museo Británico decidió encargar una nueva lápida para la tumba de Howard Carter y devolver los cheques a los generosos lectores estadounidenses. Actualmente, la tumba luce una bella lápida con esta inscripción: “Howard Carter, egiptólogo, descubridor de la tumba de Tutankamón en 1922. Nacido el 9 de mayo de 1874, muerto el 2 de marzo de 1939”.

Al pie de la sepultura de Carter, en un extremo, se lee esta cita: “Oh, noche, extiende tus alas sobre mí como las estrellas imperecederas”, texto que forma parte de un himno dedicado a Nut, la diosa egipcia del cielo nocturno. Y, finalmente, otra inscripción, la misma que se grabó hace miles de años en una bella copa de alabastro descubierta en la tumba del faraón niño, desea lo siguiente al alma del gran arqueólogo: “Que tu espíritu viva, que puedas gastar millones de años, tú que amas Tebas, sentado de cara al viento del norte, con los ojos llenos de felicidad”.

La tumba de Tutankamón, una búsqueda que obsesionó a Howard Carter

El 4 de noviembre de 1922 un escalón de piedra anunciaba la presencia de una tumba real desconocida. Hasta ese día, el arqueólogo Howard Carter había pasado años de búsqueda infructuosa en el Valle de los Reyes financiado por lord Carnarvon. Finalmente, cuando el conde inglés estaba decidido a no poner más dinero en una búsqueda que consideraba inútil, Carter le convenció para darle una última oportunidad que lo cambiaría todo.

Me temo que el Valle de las Tumbas esté en la actualidad agotado”. Con estas palabras, pronunciadas en 1912, el multimillonario norteamericano Theodore Davis, que desde 1902 era el poseedor de la licencia en exclusiva para excavar en el Valle de los Reyes, en la orilla occidental del Nilo, en Tebas, y que había obtenido excelentes resultados en sus búsquedas arqueológicas, daba por zanjada la cuestión. Y es que, durante los últimos cien años, el Valle había sido peinado por más de 50 equipos arqueológicos, incluidos los financiados por Davis, que habían puesto al descubierto la mayoría de las tumbas reales de los grandes faraones del Reino Nuevo (1539-1077 a.C.) que allí fueron enterrados.

Pero había alguien que no estaba en absoluto de acuerdo con aquella afirmación. Se trataba de Howard Carter, un hombre que a lo largo de su carrera había seguido siempre su instinto y jamás prestó demasiada atención a las opiniones de los demás excavadores. Carter trabajó desde 1902 como primer director de excavaciones de Davis, bajo cuyo patrocinio hizo importantes descubrimientos, como la tumba de Turtmosis IV o la de Hatshepsut. Pero en 1912, Davis renunció a su concesión en el Valle, convencido de que era imposible descubrir allí nada más. Entonces, un lord inglés que desde 1906 estaba excavando en Egipto para matar el aburrimiento, lord Carnarvon, se hizo con la concesión de los trabajos en el Valle a instancias de quien en aquellos momentos trabajaba para él: el insistente Howard Carter.

¿Está agotado el Valle?

En realidad fue Gaston Maspero, que entonces era director del Servicio de Antigüedades, quien presentó en 1906 a Carter al aristócrata inglés, que se encontraba en Egipto por recomendación médica. Contra todo pronóstico, los dos hombres se hicieron muy pronto buenos amigos y excavaron entre 1907 y 1914 en el Valle de los Nobles, en Tebas, y en otros yacimientos situados en el Delta. Aunque donde realmente quería excavar Carter era en el Valle de los Reyes. Pero ¿por qué insistió tanto el arqueólogo en excavar en un lugar donde, según todos los indicios, ya no quedaba nada interesante por descubrir?

Carter creía que la tumba de un faraón poco conocido llamado Tutankamón se hallaba en el Valle, y no solo eso, sino que estaba intacta. La momia del rey no se había descubierto en ninguno de los escondrijos reales que se habían localizado en el Valle y el arqueólogo pensaba que ciertos indicios sugerían que, en efecto, aquella sepultura aún esperaba a ser encontrada. Carter estaba seguro de ello sobre todo a raíz del descubrimiento del llamado “escondite de embalsamamiento” (KV 54), un pequeño pozo que se había localizado en 1907 en el Valle bajo el patrocinio de Davis y que contenía elementos que parecían estar relacionados con el proceso de embalsamamiento y con el banquete funerario de Tutankamón: bolsas llenas de natrón (sal que se usaba para secar el cadáver), coronas de flores, restos de comida, jarras de vino que llevaban el sello real de Tutankamón y un fragmento de lino con el nombre de Trono del faraón: Nebkheperure. Davis anunció a bombo y platillo que se trataba de la tumba del rey, algo que Carter siempre rechazó.

Por todo ello, el arqueólogo británico estaba seguro de que la tumba del esquivo monarca debía de encontrarse en las inmediaciones, concretamente en un triángulo de tierra de una hectárea que abarcaba las sepulturas de tres faraones: Ramsés II, Merneptah y Ramsés VI. Carter cavó de un modo compulsivo en este espacio de tierra con una convicción cercana a la testarudez. Pero todo resultó infructuoso.

A punto de tirar la toalla

Tras años de búsqueda, a los que habría que añadir el paréntesis de la Primera Guerra Mundial, en el verano de 1922 lord Carnarvon empezó a pensar que estaba tirando su dinero absurdamente en una quimera y, decepcionado, decidió dejar de financiar las excavaciones y regresar a Inglaterra. De hecho, el conde había invertido 25.000 libras (aprox. medio millón de euros actuales) durante varias temporadas para conseguir tan solo tres jarrones de alabastro. Carter intentó convencerlo por todos los medios de que estaba a punto de localizar la tumba de Tutankamón, incluso acudió al castillo de Carnarvon en Highclere (Inglaterra) para intentar persuadir al conde de que le concediera tan solo otra temporada. Es más, tan desesperado estaba Carter que le dijo a su amigo que estaba dispuesto a financiarla él mismo de su bolsillo si fuera necesario (lo que no le dijo es de donde pensaba sacar el dinero). La firme determinación de Carter acabó convenciendo al aristócrata de financiar una última temporada más de trabajos en el Valle. No habría otra.

Carter volvió al Valle de los Reyes con la presión añadida del poco tiempo de que disponía. Sabía que era su última oportunidad de encontrar la tumba que tanto le obsesionaba, y estaba decidido a remover todas y cada una de las piedras del Valle si fuera preciso para dar con ella. Finalmente, el arqueólogo se fijó en el único lugar donde aún no había limpiado, delante de la tumba de Ramsés VI, un espacio en el que se había levantado un grupo de cabañas para los antiguos trabajadores. Movido por una intuición, ordenó excavar justo debajo de donde se habían alzado.

Premio a la tenacidad

La mañana del 4 de noviembre de 1922 apareció un escalón tallado en la roca. Los trabajadores fueron a buscar a Carter, el cual, impaciente, ordenó “con mal reprimida excitación” excavar de inmediato, y seguidamente fueron apareciendo, uno a uno, dieciséis escalones que descendían hasta una puerta tapiada cubierta por los sellos de la necrópolis, el dios cánido Anubis sobre nueve cautivos. Tras la puerta se pudo atisbar un pasadizo subterráneo repleto de escombros y cascotes que medía ocho metros de largo y que se tardaría varios días de duro trabajo en despejar (al final del túnel se descubriría también una entrada bloqueada y sellada). ¿Se trataba de la entrada de una tumba desconocida? ¿Era la de Tutankamón?

Las respuestas a todas esas preguntas iban a tener que esperar un par de semanas, hasta que lord Carnarvon, que estaba en Inglaterra, pudiera regresar a supervisar la excavación. Mientras tanto, Carter ordenó cubrirlo todo de nuevo con grandes piedras y puso vigilancia delante de la entrada para proteger el misterioso hallazgo hasta que llegase su amigo y mecenas. El arqueólogo le envió un telegrama: “Por fin hemos hecho un maravilloso descubrimiento en el Valle: una tumba espléndida con sellos intactos. Hemos vuelto a cubrir la excavación hasta su regreso. Enhorabuena”. La fascinante aventura del descubrimiento de la tumba de Tutankamón no había hecho más que empezar.

National Geographic

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