La época de esplendor del califato abasí, entre los siglos VIII y IX, supuso el apogeo del Islam árabe. La fabulosa corte del caliga Harúmal-Raschid en Bagdad parecía sacada de los cuentos de Las mil y una noches. Pero a lo largo del siglo X, la descomposición interna y los ataques exteriores condujeron a una decadencia que, entre otras cosas, permitió el establecimiento de los cruzados en Tierra Santa.
El origen de la dinastía
Los abasíes descendían de Abbás, tío paterno de Mahoma. A pesar de este vínculo familiar con el profeta, no participaron activamente en las luchas políticas de los primeros tiempos del Islam, y ni siquiera reaccionaron cuando los omeyas arrebataron el poder a su pariente Ali. De todas formas, mantuvieron contactos con los chiítas, descendientes y seguidores de Ali que se oponían al gobierno omeya. En 716, el imán chiíta Abú Hashim legó sus derechos a su pariente abasí Abú-l’Abbás, que organizó un movimiento clandestino de oposición a los omeyas en Irak y Khorasán (Irán Oriental). Los abasíes manipularon en su favor el descontento de los chiítas y, sobre todo, el resquemor antiárabe de los musulmanes persas de Khorasán. Asimismo, se sirvieron de las clases urbanas, hartas el dominio de una aristocracia guerrera árabe totalmente improductiva. Tras una larga y cuidadosa preparación, los abasíes desplegaron en el 747 los estandartes negros de su rebelión, aprovechando el caos reinante en el Imperio. Desde Khorasán, penetraron triunfante en Irak, y más tarde, en Siria, corazón del dominio omeya. Finalmente lograron vencer a la dinastía reinante, cuya familia fue masacrada (750).
El califato. Fundación de Bagdad
El nuevo califa Abú-l’Abbás (750-754), una vez en el poder, se deshizo de antiguos aliados que ahora resultaban peligrosos y trasladó la capital de Damasco a Hasgimiya, y luego a Anbar, ambas, ciudades iraquíes. Este desplazamiento del centro de poder desde Siria a Irak significa el fin de un califato gobernado exclusivamente por los árabes, a favor de un imperio multiétnico en el que la región islámica sería el factor de cohesión. De hecho, los califas abasíes demostraron una preocupación por las cuestiones religiosas y la defensa de la ortodoxia de la que sus predecesores omeyas habían carecido. Por otro lado, en Irak los abasíes estaban más cerca de su antiguo centro de poder en Khorasán. Significativamente, la administración del imperio dio entrada a un gran número de mawali (conversos) persas, en detrimento de la tradicional aristocracia árabe, y la influencia del desaparecido Imperio sasánida, en las prácticas administrativas se hizo notable. Incluso una familia de origen persa, los Bermécidas, acaparó el cargo de visir de forma ininterrumpida hasta el 803. Abu Yafar al-Mansur, el segundo califa (754-775), continuó esta política. Se deshizo de algunos miembros de su familia para evitar contestaciones a su autoridad y luchas por el poder, y se apoyó en su ejército de khorasaníes, más leal que las tropas árabes de los omeyas, que con sus continuas luchas intertribales había constituido uno de los factores de la crisis de la dinastía anterior. En el 762 construyó una nueva capital, Bagdad, a orillas del Tigris, cerca de los restos de Ctesifonte, la antigua capital sasánida. Esta nueva y esplendorosa ciudad se convirtió en el centro geográfico y espiritual del Imperio islámico. Incluso los territorios musulmanes del extremo occidental del Mediterráneo, como al-Andalus, que estaban adquiriendo una creciente independencia política, moralmente seguían reconociendo la autoridad de los califas abasíes. Estos, rodeados de una pompa creciente, gobernaban de forma autoritaria, a la manera de los antiguos soberanos orientales. En las provincias, el poder de los gobernadores (emires) fue equilibrado por el de los intendentes de las finanzas (amiles), y el de ambos controlado por los jefes de correos, que informaban puntualmente a Bagdad. El ejército fue adquiriendo creciente importancia dentro del sistema político, más que por su tarea de defensa de las fronteras, por su papel en el mantenimiento del orden interno, base de la estabilidad del régimen, lo cual tendría graves consecuencias en el futuro.
Apogeo del califato abasí
El poder y la prosperidad en Estado crecían, gracias en parte a un comercio que controlaba todas las rutas entre Oriente y Occidente, desde China hasta España, y desde el océano Índico hasta el Báltico. También se desarrolló la agricultura, y, sobre todo, la producción de manufacturas de lujo destinadas en parte a la exportación.
El reinado de Harúm al-Raschid (786-808) representó el momento de mayor esplendor del califato; el boato de su corte impresionaba a todos los embajadores extranjeros. Su sucesor, al-Mamun, estableció una escuela de traducción en el 809, que tuvo un importantísimo papel en la preservación de la cultura clásica, especialmente la griega, cuyos autores más importantes fueron traducidos al árabe y transmitidos más tarde, a través de al-Andalus y Sicilia, a un Occidente que había perdido el recurso de dichas obras. También fomentó la especulación teológica, alejándose un tanto de la tradición ultraortodoxa de sus predecesores, aunque esta efímera libertad de pensamiento desapareció con su muerte.
Ya durante el reinado de estos dos gloriosos califas comenzaron a aparecer los primeros síntomas de decadencia. Las provincias occidentales, al Andalus y al-Magrib, se habían independizado totalmente bajo dinastías propias, mientras en Bagdad las discordias internas y conjuras palaciegas se sucedían.. Muerto Harúm al-Raschid, al-Mamun accedió al califato tras destronar a su hermano al-Amin. El nuevo califa trató de asegurarse la lealtad del ejército, ya demasiado poderoso, dando entrada en él a gran número de esclavos turcos ilamizados (mamelucos); con el tiempo, también estas fuerzas teóricamente fieles aprenderían a intervenir en los asuntos del Estado, apoyando a un pretendiente al trono u otro en su propio beneficio.
La crisis
En ausencia de un sistema de sucesión establecido, las luchas por el poder fueron uno de los factores de la crisis del califato. Al-Mu’tasim decidió el traslado a una nueva y magnífica capital, Samarra -cuya edificación (836-892) supuso un tremendo esfuerzo para la hacienda-, para escapar a los continuos desórdenes de Bagdad. Además, durante el siglo IX se produjeron una serie de revueltas sociales mezcladas con elementos religiosos, que fueron sofocadas con gran dificultad. Más peligrosos todavía eran los movimientos de filiación chiíta, sobre todo de la rama radical islamita. Uno de ellos, el de los qarmatas, se extendió a finales del siglo IX desde Siria y Mesopotamia hasta la costa árabe del golfo Pérsico, donde se fundó una república igualitaria. Algunos de sus integrantes pasaron después al norte de África, llegando a instaurar en Túnez (908) un califato. Estos califas fatimíes, que afirmaban descender de Fátima, hija de Mahoma, constituyeron una seria contestación ideológica para sus homólogos abasíes; cuando conquistaron Egipto (969), país al que se trasladaron, se convirtieron en una amenaza política. Misioneros fatimíes predicaban su doctrina entre los descontentos, mientras su ejército se apoderaba de Palestina y parte de Siria.
Por otro lado, en Irak, el poder de los jefes militares -que, en última instancia, decidían al sucesor al trono- crecía poco a poco; lograron alcanzar el título de amir al-umara (emir de emires), como responsable de la administración y gobernantes efectivos. El desorden llevó a la crisis económica; para pagar a las tropas se recurrió al sistema de la iqta, que permitía al ejército recibir directamente los impuestos en determinados territorios, con lo que los recurso y el poder del gobierno central se redujeron aún más. A principios del siglo X, el gobierno efectivo de Bagdad se reducía a Siria e Irak, pues también los territorios persas se habían separado bajo dinastías locales de tahiríes, safaríes y samaníes. Con la aparición de la dinastía beduina de los hamdaníes en Siria (979), el territorio controlado por el califato se redujo a Irak. En el 945, los Buyíes, persas chiítas, conquistaron Bagdad, convirtiéndose en los ambos efectivos de lo que quedaba del califato, aunque respetaron la teórica autoridad de los califas ortodoxos, en forma meramente protocolaria. Desde ese momento, los abasíes perdieron completamente las riendas del poder.
En 1055, la dinastía turca de los selyúcidas conquistó Bagdad. Eran sunnitas, por lo que mantuvieron la apariencia de soberanía de los califas ortodoxos, aunque reteniendo en sus manos, con el título de sultanes, todo el poder. Empeñados en restaurar la ortodoxia en el Islam oriental, en pocos años levantaron un imperio que se extendió desde el Khorasán hasta Anatolia. Contrataatacaron en Siria y Palestina a los “herejes” fatimíes, restablecido la autoridad de Bagdad -o mejor de Isfahán, sede del sultanato- en gran parte de Oriente Medio. Incluso rompieron la resistencia bizantina y penetraron en Asia Menor (1071), lo que provocó una reacción en Europa occidental que desembocó en la primera cruzada (1096). Sin embargo, estos éxitos fueron tan brillantes como efímeros. Muerto el sultán Malik Sha (1092), el imperio se dividió entre su familia; los pequeños Estados que surgieron en Siria se dedicaron a guerrear entre ellos, favoreciendo tanto la expansión de los cruzados en Siria y Palestina, como la aparición de nuevas dinastías locales.
El fin del califato
En 1258, las hordas mongolas al mando de Hulagu, nieto de Gengis Khan, penetraron en Irak, tomaron Bagdad y dieron muerte a al-Mu’tasim, el último califa abasí, que había aprovechado la decadencia selyúcida para establecer su gobierno efectivo sobre Irak. Egipto, fortalecido y devuelto al Islam ortodoxo por el emir sirio Saladino y sus descendientes, resistió la embestida mongola (1260). El sultán Baibars, fundador de la nueva dinastía mameluca, entronizó como califa títere en El Cairo a un superviviente de los abasíes de Bagdad. Como había ocurrido en Irak, la soberanía de estos califas fue meramente nominal, pues el poder estaba en manos de los sultanes mamelucos, que se servían del califato para legitimar su propio régimen. La conquista otomana de Egipto en 1517 significó el fin definitivo del califato abasí.
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